sábado, noviembre 18, 2006

Una breve historia de casi todo

‘Una breve historia de casi todo’, de Bill Bryson. Fantástico libro de divulgación científica. Científica o mejor dicho, de todo. Estoy deseando acabar de leer este libro de 600 páginas (edición de bolsillo RBA) para empezar nuevamente a leerlo, aprender más y sacar de él los mejores fragmentos e historias sobre científicos tan tímidos como Isaac Newton, que inventó el cálculo, un nuevo procedimiento de operaciones matemático, harto de los limitaciones de las matemáticas existentes; la cuestión es que por ser tan solitario y tímido no lo contó a nadie hasta veintisiete años después. Multitud de anécdotas sobre cómo los grandes científicos hicieron muchos de sus descubrimientos por casualidad; de conflictos entre ellos; colaboraciones; grandes fracasos… Pero también Bryson habla desde el universo hasta los elementos más básicos de la materia, los quarks. La composición de la Tierra, el espacio y el tiempo… Que la Estrella Polar podría haber explotado en cualquier momento de hace doscientos años hasta ahora y nosotros aún no lo sabríamos porque aún no nos habría llegado “la noticia”. Es Fascinante de de cabo a rabo, la verdad.
En uno de los capítulos del libro, se habla de qué y cómo pudieron desaparecer los dinosaurios. Los científicos que encontraron las pruebas y realizaron multitudes de hipótesis sobre la extinción. Por supuesto, está la posibilidad, casi segura, de que fue primordialmente causada por la caída de un meteorito en la península de Yucatán, México, hace 65 millones de años. Para hacernos una idea de cómo fue y cómo sería hoy un impacto similar de un meteorito contra la Tierra, Bill Bryson lo describe así:

Un asteroide o un cometa que viajase a velocidades cósmicas entraría en la atmósfera terrestre a tal velocidad que el aire no podría quitarse de en medio debajo de él y resultaría comprimido como en un bombín de bicicleta. Como sabe cualquiera que lo haya usado, el aire comprimido se calienta muy deprisa y la tem­peratura se elevaría debajo de él hasta llegar a unos 60.000 gra­dos kelvin o diez veces la temperatura de la superficie del Sol. En ese instante de la llegada del meteorito a la atmósfera, todo lo que estuviese en su trayectoria (personas, casas, fábricas, coches) se arrugaría y se esfumaría como papel de celofán puesto al fuego.
Un segundo después de entrar en la atmósfera, el meteorito chocaría con la superficie terrestre, allí donde la gente de Manson habría estado un momento antes dedicada a sus cosas. E1 meteo­rito propiamente dicho se evaporaría instantáneamente, pero la explosión haría estallar mil kilómetros cúbicos de roca, tierra y gases supercalentados. Todos los seres vivos en 250 kilómetros a la redonda a los que no hubiese liquidado el calor generado por la entrada del meteorito en la atmósfera perecerían entonces con la explosión. Se produciría una onda de choque inicial que irradiaría hacia fuera y se lo llevaría todo por delante a una velo­cidad que sería casi la de la luz.
Para quienes estuviesen fuera de la zona inmediata de devasta­ción, el primer anuncio de la catástrofe sería un fogonazo de luz cegadora (el más brillante que puedan haber visto ojos humanos), seguido de un instante a un minuto o dos después por una visión apocalíptica de majestuosidad inimaginable: una pared rodante de oscuridad que llegaría hasta el cielo y que llenarla todo el campo de visión desplazándose a miles de kilómetros por hora. Se aproxi­maría en un silencio hechizante, porque se movería mucho más deprisa que la velocidad del sonido. Cualquiera que estuviese en un edificio alto de Omaha o Des Moines, por ejemplo, y que mirase por casualidad en la dirección correcta, vería un desconcertante velo de agitación seguido de la inconsciencia instantánea.
Al cabo de unos minutos, en un área que abarcaría desde Denver a Detroit, incluyendo lo que habían sido Chicago, San Luis, Kansas City, las Ciudades Gemelas (en suma, el Medio Oes­te entero), casi todo lo que se alzase del suelo habría quedado aplanado o estaría ardiendo, y casi todos los seres vivos habrían muerto. A los que se hallasen a una distancia de hasta 1.500 kilómetros los derribaría y aplastaría o cortaría en rodajas una ventisca de proyectiles voladores. Después de esos 1.500 kilóme­tros iría disminuyendo gradualmente la devastación.
Pero eso no es más que la onda de choque inicial. Sólo se pue­den hacer conjeturas sobre los daños relacionados, que serían sin duda contundentes y globales. El impacto desencadenaría casi con seguridad una serie de terremotos devastadores. Empe­zarían a retumbar y a vomitar los volcanes por todo el planeta. Surgirían maremotos que se lanzarían a arrasar las costas lejanas. Al cabo de una hora, una nube de oscuridad cubriría toda la Tierra y caerían por todas partes rocas ardientes y otros desechos, ha­ciendo arder en llamas gran parte del planeta. Se ha calculado que al final del primer día habrían muerto al menos mil quinien­tos millones de personas. Las enormes perturbaciones que se pro­ducirían en la ionosfera destruirían en todas partes, los sistemas de comunicación, con lo que los supervivientes no tendrían ni idea de lo que estaba pasando en otros lugares y no sabrían adon­de ir. No importaría mucho. Como ha dicho un comentarista, huir significaría «elegir una muerte lenta en vez de una rápida. El número de víctimas variaría muy poco por cualquier tentativa plausible de reubicación, porque disminuiría universalmente la capacidad de la Tierra para sustentar vida».
La cantidad de hollín y de ceniza flotante que producirían el impacto y los fuegos siguientes taparía el Sol sin duda durante varios meses, puede que durante varios años, lo que afectaría a los ciclos de crecimiento. Investigadores del Instituto Tecnológico de California analizaron, en el año 2oo1, isótopos de helio de sedimentos dejados por el impacto posterior del KT y llegaron a la conclusión de que afectó al clima de la Tierra durante unos diez mil años. Esto se usó concretamente como prueba que apoyaba la idea de que la extinción de los dinosaurios había sido rápida y drástica... y lo fue, en términos geológicos. Sólo podemos haced conjeturas sobre cómo sobrellevaría la humanidad un aconteci­miento semejante, o si lo haría.
Y recuerda que el hecho se produciría con toda probabilidad sin previo aviso, de pronto, como caído del cielo.
Pero supongamos que viésemos llegar el objeto ¿Qué haríamos? Todo el mundo se imagina que enviaríamos una ojiva nu­clear y lo haríamos estallar en pedazos. Pero se plantean algunos problemas en relación con esa idea. Primero, como dice John S. Lewis, nuestros misiles no están diseñados para operar en el espa­cio. No poseen el empuje necesario para vencer la gravedad de la Tierra y, aun en el caso de que lo hiciesen, no hay ningún mecanismo para guiarlos a lo largo de las decenas de millones de kilómetros del espacio. Hay aún menos posibilidades de que consiguiése­mos enviar una nave tripulada con vaqueros espaciales para que hiciesen el trabajo por nosotros, como en la película Armagedón; no disponemos ya de un cohete con potencia suficiente para envías seres humanos ni siquiera hasta la Luna. Al último que la tenía, el Saturno 5, lo jubilaron hace años y no lo ha reemplazado ningún otro. Ni tampoco podría construirse rápidamente uno nuevo por­que, aunque parezca increíble, los planos de las lanzaderas Saturno se destruyeron en una limpieza general de la NASA.
Incluso en el caso de que consiguiéramos de algún modo lan­zar una ojiva nuclear contra el asteroide y hacerlo pedazos, lo más probable es que sólo lo convirtiésemos en una sucesión de rocas que caerían sobre nosotros una tras otra como el cometa Shoemaker sobre Júpiter... pero con la diferencia de que las rocas se habrían hecho intensamente radiactivas. Tom Gehrek, un caza­dor de asteroides de la Universidad de Arizona, cree que ni siquiera un aviso con un año de antelación sería suficiente para una ac­tuación adecuada. Pero lo más probable es que, no viésemos el objeto —ni aunque se tratase de un cometa— hasta que estuviese a unos seis meses de distancia, lo que sería con mucho demasiado tarde. […]
Como estas cosas son tan difíciles de calcular y los cálculos han de incluir necesariamente un margen de error significativo, aunque supiésemos que se dirigía hacia nosotros un objeto, no sabríamos casi hasta el final (el último par de semanas más o menos) si la coli­sión sería segura. Durante la mayor parte del periodo de aproxima­ción del objeto viviríamos en una especie de cono de incertidumbre. Esos pocos meses serían, sin duda, los más interesantes de la historia del mundo. E imagínate la fiesta si pasase de largo.

[Una breve historia de casi todo. Páginas 246-249]

Seguro que has llegado hasta el final porque el texto engancha, y es así todo el libro: no puedes parar. Pero saco este fragmento porque hace un par de semanas salió en algunos medios una noticia, aunque con poca repercusión, sobre el posible impacto del meteorito Apophis en el año 2029, como primera oportunidad, o en 2036, como segunda oportunidad de impactar contra la Tierra. La fuerza del posible impacto sería de unas 20.000 bombas atómicas, o un millón de megatones, seis veces menos de la potencia del meteorito Shoemaker-Levy 9 que impactó contra Júpiter en julio de 1994 y que sirve de “modelo” para describir las consecuencias destructivas en el fragmento que he puesto. E.Shoemaker declaró incluso que si en vez de contra Júpiter, el impacto hubiera sido sobre la Tierra "no estaríamos aquí hablando".
En el libro se dice que cada semana pasan de media unos dos objetos espaciales a una distancia bastante cercana de la Tierra para que fueran considerados peligrosos y tenerlos controlados, pero no se hace simplemente porque no ha telescopios que apuntes hacia esos lugares: hay pocos telescopios realizando esos seguimientos y el cielo es muy amplio.
Pero el Apophis sí se ha detectado, quizás hasta por casualidad. Sea como sea, se calcula que pasará a unos 40.000 km de la Tierra, es decir, entre la Tierra y la Luna. Cualquier desviación podría acabar con el impacto en la Tierra o quien sabe si contra la Luna. Y si no impacta, será uno de los mayores espectáculos de los que el ser humano podrá disfrutar. Aunque temiendo que pase de largo en 2029 y por causas gravitatorias varíe su rumbo para 2036.

Lo que más me impacta a mí, es pensar en la posibilidad de que Apophis fuera, en vez de 300 metros de diámetro, una roca de 10 kilómetros, como el Shoemaker-Levy 9, y que, en lugar de pasar cerca, estuviera totalmente confirmado que impactaría contra nosotros acabando con toda la vida conocida o la gran mayoría, en el mejor de los casos. Estaríamos hablando del fin del mundo, el de verdad, para tan sólo 23 años después, a lo sumo, 30. Qué putada.

1 comentario:

Sr. Calavera dijo...

La fragilidad de la vida es desconcertante.
En cualquier caso, no te preocupes, no hace falta un meteorito, con que uno esté debajo de una maceta en trayectoria descendente...xD. Tendremos que vivir la vida, que quien abe cauanto nos queda!

un saludo